martes, 11 de noviembre de 2008

¡Asalto!

Un desfiladero cualquiera. El sol comienza a emprender su retirada pero aún quema. Lo único que se puede observar en cualquier dirección es un paisaje árido, muy pocas hierbas y arbustos crecen a lo largo de las rocosas paredes de este desolado desfiladero. Inesperadamente, la tranquilidad del desierto se ve interrumpida por el leve galope de un pequeño número de caballos. Sobre estas bestias de carga viaja un grupo de soldados del regimiento de caballería del ejército de los Estados Unidos. Hastiados del inhóspito desierto, estos hombres marchan decididamente pero sin disimular su hartazgo. El cruel polvo que suele viajar a través de los arremolinados vientos que azotan la región se apoltrona en sus gastados uniformes. Apenas se puede distinguir el imponente azul que hace algún tiempo hiciera temblar al gris ejército del sur.

El sargento Spencer va al frente, lleva consigo la bandera de esta nueva nación; forjada en sangre. Este líder nato maldice su suerte. De no haber sido por aquél insignificante error que cometió en el Fuerte Branning ya hubiera subido un par de peldaños en el escalafón militar al que pertenecía. Si tan solo no tuviera esa debilidad por las mujeres... de 15 años! Pero no, tenía que aprovechar la oportunidad de deflorar a la hija del Coronel. La única razón por la cual Spencer no fue fusilado fue política. El Coronel no podía dejar que todo el mundo se enterase que su hija seguía los pasos de su madre; quién supo “entretener” a todo un regimiento en tiempos de guerra. El único castigo que Spencer recibió fue este; será Sargento de por vida, y de lo único que se ocupará es de pequeñas tareas como la que lleva a cabo en este momento. La custodia de una carreta cuyo contenido es totalmente desconocido por los soldados.

Todos estos pensamientos rondan su cabeza mientras su mirada se pierde en el lejano y apacible horizonte. Resignado continúa su marcha, sabiendo que llegó al pico de su progreso. Afortunadamente o no, su resignación dura poco, al igual que su vida; un ensordecedor estallido se escucha y, casi al mismo tiempo, la cabeza de Spencer se abre de par en par, sus pensamientos se esfuman en el aire.

Antes de que ningún otro soldado tenga tiempo para reaccionar, el profundo silencio que había invadido el desfiladero tras la muerte instantánea del pobre Spencer fue súbitamente interrumpido por un sonido similar; excepto que este sonido se repetía una y otra vez sin dar un respiro. Los soldados caían al suelo como moscas sin siquiera poder desenfundar sus revólveres. De todas formas, de nada les hubiera servido, ya que no podían distinguir de donde provenían los disparos. Algunos, en vano, intentaban mantenerse ocultos en las paredes del desdichado desfiladero sin darse cuenta que el fuego provenía de lo alto de ambas paredes. En el aire se mezclaban los gritos de los hombres y la macabra música que los disparos producían. Macabra y bizarra, ya que las violentas ráfagas del fusil a repetición se alternaban armoniosamente con los disparos que escupía el poderoso rifle Winchester, autor material de la muerte de Spencer.

Tras unos breves instantes en los que lo único que se escuchaba eran las frenéticas ráfagas del fusil a repetición, el desfiladero se vió inundado por una trágica calma. Lo único que se podía escuchar era el viento. El aroma de la polvora todavía se sentía en el aire, los cuerpos de los soldados yacían sobre el polvo, inmutables. La sangre que huía de sus cuerpos penetraba el suelo, casi como si estuviera escapando del ataque. El o los asaltantes, no parecían dar señales de vida, pacientemente aguardaban en la cima de las rocosas paredes con una paciencia casi oriental. Quizá alguno de estos orgullosos soldados les estaba tendiendo una trampa, pretendiendo estar muerto y cuando los tuviera a tiro, los mataría sin piedad. Mejor esperar, los muertos no iban a ir a ningún lado de todas formas; y la mercancía tampoco.

Después de unos minutos que parecían eternos, decidieron bajar y de esa forma develar la incógnita del verdadero número de atacantes. Quizá por los disparos, los soldados pensaron que se enfrentaban a un gran número de bandidos, pero no. Solamente dos personas bajaron desde donde estaban escondidos. Un fornido mejicano. Alto y fibroso; de ojos aguileños y mirada hipnotizante. El otro, de estatura media baja, morrudo. Sus ojos eran muy pequeños, daban la sensación de estar cerrados todo el tiempo. Parecían soldados de Pancho Villa, con bandoleras, pero en vez de llevar las clásicas ropas blancuzcas que usan los campesinos de su tierra, estos enigmáticos forajidos vestían pantalones grises y ponchos. A simple vista no daban la impresión de ser un expertos tiradores, ni siquiera parecían gozar de esa profesional paciencia que poseen los criminales de carrera.

Tomándose su tiempo, lentamente comenzaron a revisar a los muertos uno por uno. Como perros a la carroña, estos intrigantes bandidos escudriñan los bolsillos de los soldados en busca de objetos de valor, condecoraciones y cualquier cosa útil que puedan encontrar. Tan concentrados estaban en su tarea de saqueo que no se dieron cuenta de que el único hombre que sobrevivió al ataque permanecía inmutable debajo de la carreta; aguardando con impaciencia el momento justo. Espera y espera, hasta que ve su oportunidad; justo cuando ambos delincuentes le dan la espalda, sale agazapado por detrás de la carreta. Toma uno de los pocos caballos que quedaban vivos, y, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no hacer el más mínimo ruido, sale al galope rezando por que no lo vean.

Pero la suerte no estaba de su lado. En el mismo instante en que iniciaba su huída, Paco y Luis se dieron cuenta. Se miran y sonríen, parecen disfrutar la oportunidad que este hombre les había dado. Se quedan quietos, inmóviles; las manos de Paco toman su rifle Winchester amartillándolo. Luis hace lo mismo con su Colt Peacemaker plateada. Ni siquiera una gota de sudor recorre sus curtidos pellejos, testigos de tanto crimen y tanto salvajismo. Respiran profundo casi al unísono, cuentan mentalmente hasta cinco; se dan vuelta, apuntan y disparan.

El caballo se va deteniendo poco a poco. El soldado se desploma en el suelo, su cuerpo se queda sin vida instantáneamente. Podemos ver en su espalda dos agujeros de bala de distinto tamaño. Paco y Luis se miran, Paco sonríe y comienza a reir, sus carcajadas resuenan por todo el desfiladero. Luis se queda serio, apenas puede aceptar el resultado de tan perversa competencia.

Los dos terminan de revisar los cuerpos y se dirigen hacia la carretera. Su misterioso objetivo se esconde bajo una sucia lona verde. La descubren y develan cuál era la carga tan importante como para que un grupo del ejército la escolte. Nitroglicerina, varias cajas pequeñas apiladas de forma pareja y cuidadosa.

Paco continúa riéndose pero con menor intensidad mientras se sube a la carreta. Luis se sienta a su lado y mira fijo al horizonte, nunca le cayó bien la derrota. Sin que le diera ninguna indicación, Paco castiga a los caballos con las riendas y, con marcha lenta y cautelosa, siguen hasta esfumarse en el horizonte.

2 comentarios:

Luna dijo...

Veo que incursionaste en el cuento. Me alegro mucho.

Saludos!

Martín dijo...

Muchas gracias, Luna. Se agradece la visita y tus cálidas palabras.
Pasé por tu blog, muy bueno, me encantó el diseño, ya te voy a postear algo.
Saludos!